miércoles, 13 de marzo de 2013

TALLER DE FILOSOFÍA Nº 1. 4º A_B



0BJETIVO: ANALIZAR COMPRENSIVAMENTE UN TEXTO FILOSÓFICO


El porqué de la filosofía (Fernando Savater)

“Árbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece y da frutos insólitos: palabras. Se enlazan lo sentido y lo pensado, tocamos las ideas: son cuerpos y son números”. Octavio Paz

Tiene sentido empeñarse hoy, a finales del siglo XX o comienzos del XXI, en mantener la filosofía como una asignatura más del bachillerato? ¿Se trata de una mera supervivencia del pasado, que los conservadores ensalzan por su prestigio tradicional pero que los progresistas y las personas prácticas  deben mirar con justificada impaciencia? ¿Pueden los jóvenes, adolescentes más bien, niños incluso, sacar algo en limpio de lo que a su edad debe resultarles un galimatías? ¿No se limitarán en el mejor de los casos a memorizar unas cuantas fórmulas pedantes que luego repetirán como papagayos? Quizá la filosofía interese a unos pocos, a los que tienen vocación filosófica, si es que tal cosa aún existe, pero ésos ya tendrán en cualquier caso tiempo de descubrirla más adelante.
Entonces, ¿por qué imponérsela a todos en la educación secundaria? ¿No es una pérdida de tiempo caprichosa y reaccionaria, dado lo sobrecargado de los programas actuales de bachillerato? Lo curioso es que los primeros adversarios de la filosofía le reprochaban precisamente ser «cosa de niños», adecuada como pasatiempo formativo en los primeros años pero impropia de adultos hechos y derechos. Por ejemplo, Calicles, que pretende rebatir la opinión de Sócrates de que «es mejor padecer una injusticia que causarla». Según Calicles, lo verdaderamente justo, digan lo que quieran las leyes, es que los más fuertes se impongan a los débiles, los que valen más a los que valen menos y los capaces a los incapaces.
La ley dirá que es peor cometer una injusticia que sufrirla pero lo natural es considerar peor sufrirla que cometerla. Lo demás son tiquismiquis filosóficos, para los que guarda el ya adulto Calicles todo su desprecio: «La filosofía es ciertamente, amigo Sócrates, una ocupación grata, si uno se dedica a ella con mesura en los años juveniles, pero cuando se atiende a ella más tiempo del debido es la ruina de los hombres.» Calicles no ve nada de malo aparentemente en enseñar filosofía a los jóvenes aunque considera el vicio de filosofar un pecado ruinoso cuando ya se ha crecido. Digo «aparentemente» porque no podemos olvidar que Sócrates fue condenado a beber la cicuta acusado de corromper a los jóvenes seduciéndoles con su pensamiento y su palabra. A fin de cuentas, si la filosofía desapareciese del todo, para chicos y grandes, el enérgico Calicles —partidario de la razón del más fuerte— no se llevaría gran disgusto...
Si se quieren resumir todos los reproches contra la filosofía en cuatro palabras, bastan éstas: no sirve para nada. Los filósofos se empeñan en saber más que nadie de todo lo imaginable aunque en realidad no son más que charlatanes amigos de la vacua palabrería. Y entonces, ¿quién sabe de verdad lo que hay que saber sobre el mundo y la sociedad? Pues los científicos, los técnicos, los especialistas, los que son capaces de dar informaciones válidas sobre la realidad.
En el fondo los filósofos se empeñan en hablar de lo que no saben: el propio Sócrates lo reconocía así, cuando dijo «sólo sé que no sé nada». Si no sabe nada, ¿para qué vamos a escucharle, seamos jóvenes o maduros? Lo que tenemos que hacer es aprender de los que saben, no de los que no saben. Sobre todo hoy en día, cuando las ciencias han adelantado tanto y ya sabemos cómo funcionan la mayoría de las cosas... y cómo hacer funcionar otras, inventadas por científicos aplicados. Así pues, en la época actual, la de los grandes descubrimientos técnicos, en el mundo del microchip y del acelerador de partículas, en el reino de Internet y la televisión digital... ¿qué información podemos recibir de la filosofía? La única respuesta que nos resignaremos a dar es la que hubiera probablemente ofrecido el propio Sócrates: ninguna. Nos informan las ciencias de la naturaleza, los técnicos, los periódicos, algunos programas de televisión... pero no hay información «filosófica». Según señaló Ortega, antes citado, la filosofía es incompatible con las noticias y la información está hecha de noticias. Muy bien, pero ¿es información lo único que buscamos para entendernos mejor a nosotros mismos y lo que nos rodea? Supongamos que recibimos una noticia cualquiera, ésta por ejemplo: un número x de personas muere diariamente de hambre en todo el mundo. Y nosotros, recibida la información, preguntamos (o nos preguntamos) qué debemos pensar de tal suceso. Recabaremos opiniones, algunas de las cuales nos dirán que tales muertes se deben a desajustes en el ciclo macroeconómico global, otras hablarán de la superpoblación del planeta, algunos clamarán contra el injusto reparto de los bienes entre posesores y desposeídos, o invocarán la voluntad de Dios, o la fatalidad del destino... Y no faltará alguna persona sencilla y cándida, nuestro portero o el quiosquero que nos vende la prensa, para comentar: «¡En qué mundo vivimos!» Entonces nosotros, como un eco pero cambiando la exclamación por la interrogación, nos preguntaremos: «Eso: ¿en qué mundo vivimos?» No hay respuesta científica para esta última pregunta, porque evidentemente no nos conformaremos con respuestas como «vivimos en el planeta Tierra», «vivimos precisamente en un mundo en el que x personas mueren diariamente de hambre», ni siquiera con que se nos diga que «vivimos en un mundo muy injusto» o «un mundo maldito por Dios a causa de los pecados de los humanos» (¿por qué es injusto lo que pasa?, ¿en qué consiste la maldición divina y quién la certífica?, etc.). En una palabra, no queremos más información sobre lo que pasa sino saber qué significa la información que tenemos, cómo debemos interpretarla y relacionarla con otras informaciones anteriores o simultáneas, qué supone todo ello en la consideración general de la realidad en que vivimos, cómo podemos o debemos comportarnos en la situación así establecida. Éstas son precisamente las preguntas a las que atiende lo que vamos a llamar filosofía. Digamos que se dan tres niveles distintos de entendimiento:
a) la información, que nos presenta los hechos y los mecanismos primarios de lo que sucede;
b) el conocimiento, que reflexiona sobre la información recibida, jerarquiza su importancia
significativa y busca principios generales para ordenarla;
c) la sabiduría, que vincula el conocimiento con las opciones vitales o valores que podemos elegir, intentando establecer cómo vivir mejor de acuerdo con lo que sabemos. Creo que la ciencia se mueve entre el nivel a) y el b) de conocimiento, mientras que la filosofía opera entre el b) y el c). De modo que no hay información propiamente Volvamos otra vez a intentar precisar la diferencia esencial entre ciencia y filosofía. Lo primero que salta a la vista no es lo que las distingue sino lo que las asemeja: tanto la ciencia como la filosofía intentan contestar preguntas suscitadas por la realidad. De hecho, en sus orígenes, ciencia y filosofía estuvieron unidas y sólo a lo largo de los siglos la física, la química, la astronomía o la psicología se fueron independizando de su común matriz filosófica. En la actualidad, las ciencias pretenden explicar cómo están hechas las cosas y cómo funcionan, mientras que la filosofía se centra más bien en lo que significan para nosotros; la ciencia debe adoptar el punto de vista impersonal para hablar sobre todos los temas (¡incluso cuando estudia a las personas mismas!), mientras que la filosofía siempre permanece consciente de que el conocimiento tiene necesariamente un sujeto, un protagonista humano. La ciencia aspira a conocer lo que hay y lo que sucede; la filosofía se pone a reflexionar sobre cómo cuenta para nosotros lo que sabemos que sucede y lo que hay.
La ciencia multiplica las perspectivas y las áreas de conocimiento, es decir fragmenta y especializa el saber; la filosofía se empeña en relacionarlo todo con todo lo demás, intentando enmarcar los saberes en un panorama teórico que sobrevuele la diversidad desde esa aventura unitaria que es pensar, o sea ser humanos. La ciencia desmonta las apariencias de lo real en elementos teóricos invisibles, ondulatorios o corpusculares, matematizables, en elementos abstractos inadvertidos; sin ignorar ni desdeñar ese análisis, la filosofía rescata la realidad humanamente vital de lo aparente, en la que transcurre la peripecia de nuestra existencia concreta (v. gr.: la ciencia nos revela que los árboles y las mesas están compuestos de electrones, neutrones, etc., pero la filosofía, sin minimizar esa revelación, nos devuelve a una realidad humana entre árboles y mesas).
La ciencia busca saberes y no meras suposiciones; la filosofía quiere saber lo que supone para nosotros el conjunto de nuestros saberes... ¡y hasta si son verdaderos saberes o ignorancias disfrazadas! Porque la filosofía suele preguntarse principalmente sobre cuestiones que los científicos (y por supuesto la gente corriente) dan ya por supuestas o evidentes. Lo apunta bien Thomas Nagel, actualmente profesor de filosofía en una universidad de Nueva York: «La principal ocupación de la filosofía es cuestionar y aclarar algunas ideas muy comunes que todos nosotros usamos cada día sin pensar sobre ellas. Un historiador puede preguntarse qué sucedió en tal momento del pasado, pero un filósofo preguntará: ¿qué es el tiempo? Un matemático puede investigar las relaciones entre los números pero un filósofo preguntará: ¿qué es un número? Un físico se preguntará de qué están hechos los átomos o qué explica la gravedad, pero un filósofo preguntará: ¿cómo podemos saber que hay algo fuera de nuestras mentes? Un psicólogo puede investigar cómo los niños aprenden un lenguaje, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una palabra significa algo? Cualquiera puede preguntarse si está mal colarse en el cine sin pagar, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una acción es buena o mala?»
En cualquier caso, tanto las ciencias como las filosofías contestan a preguntas suscitadas por lo real. Pero a tales preguntas las ciencias brindan soluciones, es decir, contestaciones que satisfacen de tal modo la cuestión planteada que la anulan y disuelven. Cuando una contestación científica funciona como tal ya no tiene sentido insistir en la pregunta, que deja de ser interesante (una vez establecido que la composición del agua es H2O deja de interesarnos seguir preguntando por la composición del agua y este conocimiento deroga automáticamente las otras soluciones propuestas por científicos anteriores, aunque abre la posibilidad de nuevos interrogantes). En cambio, la filosofía no brinda soluciones sino respuestas, las cuales no anulan las preguntas pero nos permiten convivir racionalmente con ellas aunque sigamos planteándonoslas una y otra vez: por muchas respuestas filosóficas que conozcamos a la pregunta que inquiere sobre qué es la justicia o qué es el tiempo, nunca dejaremos de preguntarnos por el tiempo o la justicia ni descartaremos como ociosas o «superadas» las respuestas dadas a esas cuestiones por filósofos anteriores.
Las respuestas filosóficas no solucionan las preguntas de lo real (aunque a veces algunos filósofos lo hayan creído así...) sino que más bien cultivan la pregunta, resaltan lo esencial de ese preguntar y nos ayudan a seguir preguntándonos, a preguntar cada vez mejor, a humanizamos en la convivencia perpetua con la interrogación. Porque, ¿qué es el hombre sino el animal que pregunta y que seguirá preguntando más allá de cualquier respuesta imaginable?
Hay preguntas que admiten solución satisfactoria y tales preguntas son las que se hace la ciencia; otras creemos imposible que lleguen a ser nunca totalmente solucionadas y responderlas —siempre insatisfactoriamente— es el empeño de la filosofía. Históricamente ha sucedido que algunas preguntas empezaron siendo competencia de la filosofía —la naturaleza y movimiento de los astros, por ejemplo— y luego pasaron a recibir solución científica. En otros casos, cuestiones en apariencia científicamente solventadas volvieron después a ser tratadas desde nuevas perspectivas científicas, estimuladas por dudas filosóficas (el paso de la geometría euclidiana a las geometrías no euclidianas, por ejemplo). Deslindar qué preguntas parecen hoy pertenecer al primero y cuáles al segundo grupo es una de las tareas críticas más importantes de los filósofos... y de los científicos. Es probable que ciertos aspectos de las preguntas a las que hoy atiende la filosofía reciban mañana solución científica, y es seguro que las futuras soluciones científicas ayudarán decisivamente en el  replanteamiento de las respuestas filosóficas venideras, así como no sería la primera vez que la tarea de los filósofos haya orientado o dado inspiración a algunos científicos. No tiene por qué haber oposición irreductible, ni mucho menos mutuo menosprecio, entre ciencia y filosofía, tal como creen los malos científicos y los malos filósofos. De lo único que podemos estar ciertos es que jamás ni la ciencia ni la filosofía carecerán de preguntas a las que intentar responder...
Preguntas sobre la lectura del texto: El por qué de la filosofía de Fernando Savater

1. Identifica y describe las principales críticas a la enseñanza de la filosofía que se hacen tanto en el presente como en el pasado
2. ¿Por qué el autor afirma que la filosofía no sirve para nada? ¿ Qué cosas sirve aprender?
3. ¿ Por qué la filosofía no es noticia? ¿ qué entregan los medios de comunicación?
4. ¿ Cuándo y por qué surge la pregunta filosófica?
5. ¿ Qué tipo de entendimiento busca la filosofía?
6. Confecciona un cuadro comparativo entre la 6 similitudes y 6 diferencias entre la filosofía y la ciencia
7. Identifica y selecciona 7 preguntas filosófica y 7 científicas.
8.-Vocabulario: Busque el significado contextual de los sigui

martes, 12 de marzo de 2013

Ocio, Asombro y Filosofía


“Hay una clase especial de locura que consiste en haber perdido todo menos la razón”
Chesterton.


1.- El ocio y la vida intelectual (Josef Pieper)

¿Qué significa filosofar?
En una primera aproximación puede decirse que filosofar es un acto en el que sobrepasa o trasciende el mundo del trabajo. Hay, pues, que precisar en seguida qué es entiende por “mundo del trabajo” y después qué quiere decir “trascender” ese mundo.
El mundo del trabajo es el mundo del día de labor, el mundo de la utilización, del servicio a fines, del resultado o producto, del ejercicio de una función o rol; es el mundo de las necesidades y del rendimiento, el mundo del hambre y de su satisfacción.
Recordemos las cosas que dominan hoy el día corriente del hombre, nuestro día de trabajo; no es preciso para ello ningún especial esfuerzo de imaginación: nos encontramos metidos drásticamente en el centro mismo de este día de labor. Ahí están, por de pronto, las carreras y persecuciones de todos los días por la simple existencia física, por la comida, el vestido, la vivienda, el calor; después, sobrepasando las preocupaciones del individuo y condicionándolas al mismo tiempo, están las necesidades de nueva ordenación y reconstrucción, sobre todo en nuestra patria, pero también en Europa, en el mundo entero. Luchas de poder para la explotación de los bienes de esta tierra, oposición de intereses en lo grande y lo pequeño. Por todas partes máxima tensión y sobrecarga, sólo aparentemente aligerada mediante desviaciones y pausas acabadas apresuradamente: Periódicos, cines, cigarrillos. No es necesario que siga componiendo el cuadro; todos sabemos el aspecto que presenta este mundo. No es preciso, sin embargo, considerar sólo estas formas extremas, críticas, que se muestran precisamente hoy. Basta pensar sencillamente en el mundo del trabajo de todos los días, en el que hay que poner manos a la obra; en el que se realizan y logran fines muy concretos, metas que hay que tener a la vista con una mirada fija, orientada a  lo cercano y a lo inmediato.
… Imaginemos que entre las voces que llenan los talleres y el mercado, se alzase de repente una preguntando: “¿Porqué existe el ser y no más bien la nada?”, antiquísima y primaria exclamación de asombro filosófico. Si se formulase esta pregunta, inesperada y repentinamente, entre hombres de acción y negocios, hombres preocupados del rendimiento y del éxito, ¿no se tendría por loco al que la hiciese? En tales contraposiciones extremas se hace visible la diferencia realmente existente; se hace claro que con aquella pregunta se da un paso que trasciende el mundo del trabajo y lleva lejos de él… la pregunta filosófica que lo es verdaderamente atraviesa la cúpula bajo la cual está encerrado el mundo de la jornada del trabajo.
… El acto filosófico no es la única forma de dar este paso “más allá del mundo del trabajo”. Sucede también con la poesía, con el arte, con la verdadera creación literaria, con la oración,  con el amor. ¿¡Cómo podrían ser comprendidas, sirviéndose de categorías de utilización eficiente u organización racional!? … Donde lo religioso no puede crecer, donde no hay lugar para la creación y contemplación artísticas, donde la conmoción por el eros y la muerte pierde su profundidad y se banaliza, ahí tampoco florecen el filosofar y la filosofía.

… Es fundamental, en el hombre, el necesitar la adaptación al “mundo circundante”, y, al mismo tiempo, estar orientado al “mundo”, a la totalidad de lo existente y que la esencia del acto filosófico reside en trascender el “mundo circundante” y llegar hasta el “mundo”.
Esto no quiere decir naturalmente que haya, por así decir, como dos espacios separados y que el hombre pueda abandonar uno y entrar en el otro; no es que haya cosas caracterizadas por tener su lugar en el “mundo circundante” y otra que no se den en él sino sólo en el otro dominio, en el “mundo”. Evidentemente, no son “mundo circundante” y “mundo” dos ámbitos separados de la realidad, de tal forma que el filosofa se traslada de un ámbito a otro. El hombre que filosofa no vuelve la cabeza, al trascender en el acto filosófico el mundo circundante de los días de trabajo; no aparta la vista de  las cosas de ese mundo, de las cosas concretas, manejables, útiles, del día laborable; no mira en otra dirección para contemplar allí el mundo universal de las esencias. No, por el contrario, la contemplación filosófica se orienta también a este mismo mundo tangible, visible, que es extiende ante nuestros ojos, pero este mundo, estas cosas, estas realidades son interrogadas de una forma especial; se le pregunta por su última y universal esencia, con lo que el horizonte de la pregunta se convierte en horizonte de la realidad en su conjunto. La pregunta filosófica va a “esto” o “aquello” que está ante nuestros ojos; no se dirige a algo “fuera del mundo” o “en otro mundo”, más allá del mundo empírico de todos los días”. La pregunta filosófica reza: “¿Qué es “esto” en general y en su último fundamento?” Platón decía que lo que anhelaba poner el claro el filósofo no es si yo con este acto cometo o no una injustica, sino QUÉ son en general la justicia y la injusticia, y así también, qué son, en general y en su último fundamento, el poder, la felicidad, la desgracia, etc.
Filosofar significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino de sus interpretaciones corrientes, de las valoraciones de estas cosas que rigen ordinariamente. Y esto no en virtud de la decisión de distinguirse, de pensar de otra forma que la mayoría, que el vulgo, sino porque repentinamente se manifiesta un nuevo semblante de las cosas. Exactamente, es esta realidad: que en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace perceptible una faz más profunda de lo real, que a la mirada dirigida a las cosas que nos encontramos en la experiencia diaria le sale al paso lo no habitual, lo que no es en absoluto obvio y evidente de esas cosas. Es justamente a esto lo que está coordinado el acontecimiento íntimo en el que se ha situado desde siempre el comienzo del filosofar: el asombro.
Verdaderamente, por lo dioses, Sócrates, no salgo de mi asombro sobre la significación de estas cosas y a veces me da vértigo el mirarlas[1]. Así exclama el joven matemático Teetetes, después de que Sócrates, el sagaz y bondadoso interrogador que sabe dejar confuso y atónito, le ha llevado tan lejos que reconoce y confiesa su ignorancia. Y sigue entonces, en el diálogo de Platón, la irónica respuesta de Sócrates: “Exactamente esa disposición es la que caracteriza a los filósofos; éste y no otro es el comienzo de la filosofía”. Aquí adquiere expresión por primera vez con matinal claridad y, sin embargo, de forma nada solemne casi como dicho a la pasada el pensamiento que después, a lo largo de la historia de la filosofía, ha llegado a convertirse casi en un tópico: el asombro es el comienzo de la filosofía.  

2.- Ocio y contemplación (Jorge Eduardo Rivera)

… Esta suspensión de los actos interesados (del neg-ocio) es el ocio. Ocio no significa no hacer nadad, inactividad. Por el contrario, la actividad contemplativa, que aparentemente suspende todo quehacer con las cosas, es la más alta actividad que cabe. Es un esfuerzo por no modificar las cosas, teniéndolas, sin embargo, delante. Es un esfuerzo por no manipular la realidad. Es un tremendo esfuerzo por no hacer lo que sabemos hacer y, en vez de ello, dejar, simplemente, a las cosas mismas ser lo que son y como son.
Este dejar-ser es la máxima actividad del hombre. Casi nunca dejamos ser a las cosas. Nos metemos con ellas, las traemos a nuestro círculo para que nos sirvan a nosotros, las modificamos, las ocultamos, las distorcionamos.
Dejar-ser las cosas no significa dejarlas de lado, no meternos con ellas, abandonarlas. Todo lo contrario. Abandonar las cosas sería otra forma de hacer algo con ellas: desecharlas, expulsarlas de nuestra vida. Aquí, en cambio, se trata de algo enteramente diferente. Se trata de que, estando ellas en nuestra vida, siendo ellas para nosotros, siendo-nos, puedan exhibir su ser –el de ellas mismas – y desplegarlo libremente ante nosotros. Se trata de que ellas estén en nuestra vida sin ser apresadas por ésta. Que ellas estén sin que nos apoderemos de ellas. Que estén, y a la vez no estén, es decir, que estén en frente de nosotros. Esta es la distancia que la actitud contemplativa crea gracias al ocio precisamente al no hacer ALGO con las cosas.

3.- Asombro y Filosofía (Jorge Eduardo Rivera)
… Todo es. El cielo es y es también la tierra; el hombre es  y son los dioses inmortales. Lo grande es y es asimismo lo pequeño. Lo real es y también es lo irreal. Es lo fantástico y son los entes matemáticos. Incluso lo que no es es, “es” precisamente, eso: un no-ser, una pura nada. Se diría que el “es” es algo así como un perro sabueso que nos agarra y ya no nos suelta más. Las cosas apareciendo en su ser o mejor, en el ser: he ahí el TODO. Y por eso, cuando lo que se nos hace extraño es nada menos que el propio “es”, entonces se vuelve extraño el todo y él, también nosotros mismos: hemos sido envueltos en un torbellino donde nada nos es ya familiar. No hay donde poner el pie, no hay morada alguna en la cual estar: nos hallamos en la absoluta intemperie, y en ella nos extrañamos absolutamente.
… La propia palabra “asombro”. Este vocablo tiene un origen muy peculiar: el asombro era el susto que se apoderaba de las caballerías ante una sombra o quizás su propia sombra. Notemos: susto ante algo enteramente natural y corriente. Asustarse de la propia sombra es como asustarse de sí mismo –extrañísima zozobra- como asustarse de lo máximamente cercano y de lo máximamente inocuo. ¿Hay algo menos peligroso que una mera sombra? De este sentido primero, viene nuestro verbo asombrarse, que, como todos los verbos que significan la admiración, tienen un sentido medial-reflejo. Un verbo medial es uno que, junto con apuntar a una cosa externa al sujeto, vuelve sobre este mismo y lo implica en la propia significación verbal. Asombrarse es asustarse, espantarse de algo que por algún motivo se nos hace de pronto extraño. Pero, a la vez, es quedar envuelto uno mismo en ese susto, es decir, sentirse “extrañado”. Ahora bien, cuando lo que se nos vuelve extraño es que las cosas “sean”, vale decir, cuando lo que nos extraña es algo que siempre ha estado en las propias cosas (como la misma sombra), la extrañeza se convierte en extrañeza de todo, en extrañeza absoluta. Esa extrañeza absoluta es, en sí misma, la manifestación originaria del ser. No es que el ser se manifieste y que luego, y como consecuencia de esa manifestación del ser, nosotros nos extrañemos, sino que el ser se nos muestra por primera vez en la extrañeza y como lo extraño por excelencia.
Asombro y extrañeza, asombrarse y extrañarse. Pero la palabra asombro no implica, en su uso posterior, la idea del susto o el espanto, sino, más bien, la de la ad-miración. Asombrarse es, al mismo tiempo, admirarse. Ahora bien, la admiración es una forma particular de la mirada. La admiración es la mirada que se absorbe totalmente en el mirar mismo, es – como lo dice la palabra – una “miración”, algo así como volverse pura mirada, contemplación. Pero esta miración, como todo mirar, está vuelta hacia fuera de ella, hacia la cosa ad-mirada. En ella se sumerge y en ella se absorbe, por ella queda encadenada, pero no encadenada como por algo exterior que arrebatara la libertad, sino encadenada gozosamente, desde dentro de sí misma, como queda encadenado a la amada el enamorado. Por eso, la admiración, lo único que hace es quedarse en la cosa admirada, “quedarse estando” en ella. Esto sucede siempre en los estados de ánimo, porque ellos nos abren a nosotros mismos y, al abrirnos a nosotros mismos, nos abren, al mismo tiempo, a aquello que nosotros mismos estamos abiertos, vale decir, al mundo a las cosas del mundo, a los demás seres humanos que comparten con nosotros el mundo y – sobre todo y en definitiva – al ser y a la realidad en cuanto tales.
Tenemos, pues, tres verbos y tres sustantivos: asombro y asombrarse; extrañeza y extrañarse; admiración y admirarse.
Pero hay además, otro sustantivo y otro verbo que están íntimamente relacionados con los ya nombrados. Me refiero a la sorpresa y al sorprenderse. Sorprenderse se dice también maravillarse. Ambos verbos expresan el descubrimiento afectivo de lo prodigioso, de lo inesperado, de lo que surge por vez primera…
Maravillarse viene de “maravilla”, en latín mirum, que es lo extraordinario, lo singular. Maravillarse quiere decir quedar prendido a lo maravilloso, quedar fascinado por lo prodigioso. Sorprenderse dice lo mismo, pero lo dice en otra forma. Sorprenderse viene de “prender”, que, a su vez, viene de prehendere, que en latín significa coger, atrapar. “Sorprender” es una adaptación española del francés surprendre, y significa “coger desde arriba”. Sorprenderse es, pues, quedar cogido desde lo alto, “sobrecogido”.
Cuando esta sorpresa no lo es tan sólo de una cosa sorprendente entre otras cosas que no lo son, sino que es un quedar asido desde lo alto del ser, quedar en suspenso sobre todas las cosas que son y agarrados por este singularísimo que es el ser o la realidad, es decir, cuando la sorpresa se convierte en sorpresa absoluta, entonces caemos en el estupor. Stupor, en latín, quiere decir algo así como una paralización provocada por una especie de golpe que nos golpea en el interior de nuestro ser. En efecto, stupor, está relacionado con “golpear”. El que cae en el estupor, queda como paralizado por algo que lo golpea interiormente, queda afectado, tocado. Este golpe desde dentro es una especie de sacudón que nos despierta y nos aturde. En la estupefacción producida por el estupor se nos revela todo lo estupendo de las cosas y – en el caso de la filosofía – esa cosa absolutamente estupefaciente es el hecho de que todo sea y no, más bien, no sea. Realmente, si no fuéramos tan estúpidos, nadie necesitaría estupefacientes para quedar estupefacto ante todo lo estupendo que nos rodea.
Asombro-asombrarse: extrañeza-extrañarse; admiración-admirarse; sorpresa-sorprenderse, maravilla-maravillarse; estupor, quedar estupefacto o caer en la estupefacción. Distintas maneras de decir –con distintos matices- esa cosa maravillosa que es el asombro.

… El asombro, el estupor, no está pura y simplemente al comienzo de la filosofía, como el lavado de manos que precede, por ejemplo, a la operación del cirujano. El asombro sostiene a la filosofía y la atraviesa plenamente con su poder.
Por eso, porque el asombro no sólo está al comienzo de la filosofía, sino que la sostiene en todo momento, puede decir Aristóteles que “por el asombro empezaron antaño y todavía hoy comienzan los hombres a filosofar”. Entendamos: por el asombro se comienza a filosofar y por el asombro se sigue filosofando. Donde no hay asombro, la filosofía se convierte en un mero juego de conceptos, pierde su seriedad y se vuelve asunto de “intelectuales”, cosa que la verdadera filosofía jamás fue.


[1] Teetetes, 155. Diálogos. Platón